TRIBUNA
El mito de la Transición consensuada
El cambio político no fue acordado, sino impuesto por el régimen a la oposición
http://elpais.com/elpais/2013/06/10/opinion/1370864831_116440.html
Cuando el régimen que se inicia en 1976 muestra síntomas claros de
estar agotándose, sus defensores nos instan a que volvamos al consenso
que hizo el milagro de pasar de la dictadura a la democracia sin romper
la legalidad, una hazaña histórica que todos nos envidiarían. Pero
¿acaso la Transición se hizo por consenso?, ¿es que el franquismo
negoció con una oposición democrática sumergida en la clandestinidad?
Tras la muerte del dictador, se cumplió estrictamente lo previsto: el
Rey jura las Leyes Fundamentales del Reino, garantizando la continuidad
del régimen como un proceso abierto, tal como había sido concebido
desde que se institucionaliza en 1946. No cambia el presidente del
Gobierno ni el presidente de las Cortes, aunque ambos son conscientes de
que había que poner en marcha reformas importantes, pero sin tener muy
claro hasta qué punto irían encaminadas hacia una democracia plena y
sobre todo a qué ritmo. Arias Navarro, más adicto al pasado, fracasa en
el intento de limitar el proceso a permitir asociaciones políticas
dentro de las estructuras del Movimiento, “contraste de pareceres”,
mientras que el presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda,
llega a admitir los partidos políticos, incluido el comunista, y
elecciones por sufragio universal, condenados como fuente de todos los
males durante 40 años.
La fracción reformista del franquismo logró que las Cortes orgánicas
aprobarán la Ley para la Reforma Política, que transformó la “Monarquía
tradicional” prevista en una “Monarquía parlamentaria”, con dos Cámaras,
elegidas por sufragio universal. Era la única manera, no solo de
salvarla, sino de que permanecieran incólumes las demás instituciones
del Estado, aunque para ello hubiera que enfrentarse a un franquismo,
ciertamente minoritario y residual, pero fuertemente arraigado en las
Fuerzas Armadas, que aspiraba a mantener las “esencias”. La Transición
se llevó a cabo en las Cortes franquistas, negociada por un joven audaz,
el último jefe del partido único, nombrado presidente del Gobierno para
realizar esta tarea, siguiendo las instrucciones del presidente de las
Cortes, cabeza pensante de la operación.
La Transición no provino de ningún consenso entre el régimen y la
oposición democrática, sino que fue una imposición neta de la fracción
reformista del franquismo, que la mayor parte de la población revalidó,
dispuesta a apoyar cualquier reforma que permitiera salir de la
dictadura sin sufrir traumas graves ni correr demasiados riesgos.
Es obvio que la oposición tampoco podía desaprobar cualquier
movimiento encaminado a restaurar la democracia, pero aun así optó por
la abstención en el referéndum del 15 de diciembre de 1976 para mostrar
claramente que la reforma se hizo sin su participación y con criterios
que no compartía.
Para celebrar elecciones se necesitaban partidos y hubo que
improvisarlos a la mayor brevedad: la UCD se organizó desde el Gobierno,
y muchos otros, la llamada “sopa de siglas”, desde una sociedad civil
por completo desarticulada. El único partido de la oposición con cierta
implantación, sobre todo en Madrid y Barcelona, era el comunista. El
PSOE renovado estaba aún dando los primeros pasos en su refundación,
haciendo encaje de bolillos para que el Gobierno no legalizase al PSOE
histórico. Se mantuvo un control estricto, ya que para concurrir a las
elecciones había que pasar por “la ventanilla” y no se autorizaba a
ningún partido que se declarase abiertamente republicano.
Caracterizar las primeras elecciones del 15 de junio de democráticas
es una verdad a medias. Los partidos políticos se habían formado desde
la cúspide, con un fuerte déficit democrático que muchos creímos que
sería coyuntural —había que garantizar la gobernabilidad, mientras la
sociedad se fuera adaptando a la convivencia democrática—, pero que ha
resultado ser el factor principal de corrupción de los últimos 30 años.
El partido gubernamental presenta como candidato, sin siquiera dimitir,
al presidente franquista que había dirigido la reforma desde el interior
del régimen, apoyado por el aparato del Estado, el canal único de
televisión y la prensa del Movimiento.
El 18 de marzo de 1977, con el objetivo de asegurarse la mayoría
absoluta, sin negociar con ninguna otra fuerza política, Adolfo Suárez
dicta una ley electoral que no cumplía los requisitos mínimos de
equidad: listas cerradas y bloqueadas, sistema proporcional con
correcciones de tal tamaño que lo desfiguran por completo, al ser la
provincia el distrito electoral, pero limitando el número de diputados a
350, que favorece a las que tuvieran menos habitantes y perjudica a las
más pobladas. En suma, a nivel nacional se beneficia a los dos primeros
partidos a costa de los demás, y en la provincia a los partidos
nacionalistas, que con muchos menos votos pueden obtener más escaños que
los nacionales a partir del tercer puesto. Con pequeñas modificaciones
la ley electoral sigue vigente y, al favorecer a los dos primeros
partidos nacionales y a los nacionalistas periféricos, los beneficiados
en ningún caso han querido cambiarla.
Los resultados de estas primeras elecciones fueron, sin embargo,
doblemente sorprendentes: Suárez con el 34,4% de los votos, no consiguió
la mayoría absoluta, ni, como se esperaba, el partido comunista fue el
segundo partido más votado, sino un PSOE recién renovado que parecía
traer una brisa democrática rejuvenecedora y alcanzó el 29,3% de los
votos.
En la primera oportunidad que se les dio a los españoles de
manifestarse —no cuento los referendos franquistas de antes, o
inmediatamente después de la muerte del dictador— impusieron dos
correcciones importantes a la reforma oficial: la primera, al declarar
las Cortes elegidas su voluntad de redactar una Constitución
democrática, la última Ley Fundamental quedaba de facto derogada,
poniendo punto final al franquismo.
La segunda, al ser el socialista el primer partido de la oposición,
todavía sin cuajar, pero del que se esperaba una renovación democrática
del país, nos libraba de la conjunción del franquismo reformista con el
eurocomunismo, que hubiere garantizado a la derecha la permanencia
indefinida en el poder, ya que por mucho que los que los comunistas
hubiesen renunciado a su ideología revolucionaria, hubieran roto con la
Unión Soviética y reconocido la Monarquía, en tiempos de la “guerra
fría” no hubieran podido gobernar.
Y ahora sí, en la elaboración de la Constitución ya funcionó el
consenso, aunque paradójicamente sin salirse de las coordenadas
impuestas por la Ley para la Reforma Política. Dos presiones resultaron
decisivas: la de un ejército franquista que miraba con recelo el proceso
de democratización, como quedó confirmado el 23-F, y el miedo de los
dos bandos a una nueva guerra civil.
La amenaza de una guerra civil se vivió con tal intensidad durante la
Transición que explica la pasividad de la población en aquella trágica
noche del 23-F: nadie trató de oponerse al golpe, seguros de que en la
Europa democrática la dictadura militar no podría durar mucho, y aunque
durase, era preferible a un enfrentamiento bélico entre hermanos. El
temor a una nueva guerra civil, no su olvido, aclara el empeño en no
recordar un pasado tan trágico, una amnesia que escogieron los españoles
como modo de evitar un enfrentamiento, que sin duda es lo más contrario
a una amnesia, aunque probablemente olvidar sea la mejor manera de
sobrevivir a un mal recuerdo.
Al ser la Transición en la forma en que se hizo la fuente principal
de legitimidad —de la legalidad franquista a la nueva legalidad
democrática, manteniendo la más estricta continuidad en la jefatura, las
instituciones y Administraciones del Estado— se comprende que la
generación que la llevó a cabo la elevara a la categoría de modélica,
pero tampoco debiera sorprender que la de los hijos, y sobre todo la de
los nietos, la pusiesen en entredicho.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.
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