11/06/2010
La aspillera | vicente pueyo
A mí me dicen que van a poner ahí junto al pantano una central nuclear y me pongo a aplaudir... es que ya estamos desesperados» (un riañés que quiere vivir y trabajar en su tierra con dignidad). El que no tenga en cuenta esta realidad al acercarse al controvertido proyecto de la estación de esquí de San Glorio, no podrá enfocar este conflicto con unas razonables dosis de objetividad. Y sólo conociendo de primera mano la singularidad de los parajes que se verían afectados por el proyecto puede comprenderse la posición firme y argumentada de los científicos y grupos conservacionistas que cuestionan o rechazan abiertamente la iniciativa. Conciliar ambas realidades, ¿es algo muy difícil o algo sencillamente imposible?
Es más que comprensible la hartura de los vecinos de los pueblos de la comarca de Riaño y de Tierra de la Reina que parecen arrastrar una inacabable condena que comenzó cuando, todavía en tiempos de Franco, se dictó la sentencia que iba finalmente a sumergir a uno de los valles más espléndidos del norte peninsular. Aquel proyecto trastocó el porvenir de toda la zona y dio pie a un éxodo forzado por un supuesto interés público.
La cruda realidad es que Riaño y los pueblos de su comarca siguen sin levantar cabeza, que no pocos de los que tienen en la hostelería su modus vivendi tienen negocios condenados a una muy restringida estacionalidad (julio y agosto fundamentalmente) y el resto del tiempo están mano sobre mano o simplemente cierran la trapa y emigran temporalmente hasta que vuelvan a asomar los turistas. Es comprensible que quienes son víctimas directas de este fracaso clamoroso vean el proyecto de la estación de esquí como la única tabla realista de salvación y para ellos no valgan las medias tintas. De ahí que rechacen abiertamente las alternativas presentadas aunque sean menos lesivas para un espacio tan sensible.
Pero, y aquí viene el pero, el sentido común (por favor vayan a ver esa maravilla de los valles de Lechada y el Naranco, súbanse a las agujas de Cardaño...) nos dice que una actuación como la que se pretende, así de desmesurada, conllevará un coste medioambiental que puede ser inaceptable; este periódico lo ha explicado con bastante detalle. Y no es de recibo cerrar los ojos a esa realidad. En todo caso, ¿por qué no aprovechar toda esta marejada en sentido positivo para sentar las bases de un desarrollo racional e imaginativo que no hipoteque el futuro de las generaciones que sigan con un macroproyecto sobre el que se ciernen tantas sombras? ¿De verdad que no hay nada más? Hay otras zonas del país (se me ocurren determinadas zonas del Pirineo, el Maestrazgo...) que pueden servir de pauta y ya, aquí mismo, existen ideas concretas, seguramente mejorables pero dignas de ser tenidas en cuenta.
Decía recientemente la consejera de Medio Ambiente que el proyecto de la estación de esquí estará «en sintonía» con las exigencias europeas en materia de respeto al medio ambiente. Bonitas palabras. Pero, ¿quién las pone, con honradez y valentía, negro sobre blanco?. Francamente, esta partitura parece escrita en clave de escepticismo y de perplejidad y lleva camino de quedarse sin música.
Es más que comprensible la hartura de los vecinos de los pueblos de la comarca de Riaño y de Tierra de la Reina que parecen arrastrar una inacabable condena que comenzó cuando, todavía en tiempos de Franco, se dictó la sentencia que iba finalmente a sumergir a uno de los valles más espléndidos del norte peninsular. Aquel proyecto trastocó el porvenir de toda la zona y dio pie a un éxodo forzado por un supuesto interés público.
La cruda realidad es que Riaño y los pueblos de su comarca siguen sin levantar cabeza, que no pocos de los que tienen en la hostelería su modus vivendi tienen negocios condenados a una muy restringida estacionalidad (julio y agosto fundamentalmente) y el resto del tiempo están mano sobre mano o simplemente cierran la trapa y emigran temporalmente hasta que vuelvan a asomar los turistas. Es comprensible que quienes son víctimas directas de este fracaso clamoroso vean el proyecto de la estación de esquí como la única tabla realista de salvación y para ellos no valgan las medias tintas. De ahí que rechacen abiertamente las alternativas presentadas aunque sean menos lesivas para un espacio tan sensible.
Pero, y aquí viene el pero, el sentido común (por favor vayan a ver esa maravilla de los valles de Lechada y el Naranco, súbanse a las agujas de Cardaño...) nos dice que una actuación como la que se pretende, así de desmesurada, conllevará un coste medioambiental que puede ser inaceptable; este periódico lo ha explicado con bastante detalle. Y no es de recibo cerrar los ojos a esa realidad. En todo caso, ¿por qué no aprovechar toda esta marejada en sentido positivo para sentar las bases de un desarrollo racional e imaginativo que no hipoteque el futuro de las generaciones que sigan con un macroproyecto sobre el que se ciernen tantas sombras? ¿De verdad que no hay nada más? Hay otras zonas del país (se me ocurren determinadas zonas del Pirineo, el Maestrazgo...) que pueden servir de pauta y ya, aquí mismo, existen ideas concretas, seguramente mejorables pero dignas de ser tenidas en cuenta.
Decía recientemente la consejera de Medio Ambiente que el proyecto de la estación de esquí estará «en sintonía» con las exigencias europeas en materia de respeto al medio ambiente. Bonitas palabras. Pero, ¿quién las pone, con honradez y valentía, negro sobre blanco?. Francamente, esta partitura parece escrita en clave de escepticismo y de perplejidad y lleva camino de quedarse sin música.
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