La culpa es de los demás
17.06.2012 - J.M. RUIZ SOROA
Puede parecer cínico, pero creo que convendría ponerle un poco de escepticismo a esta marea de indignación ciudadana que inunda estas horas de crisis económica. Porque no parece sino que, de repente, todo el mundo ha descubierto las promesas incumplidas de la democracia, y todo el mundo se ha puesto a clamar contra «el sistema» ejercitando virtuosamente su ciudadanía. Y convendría preguntar: ¿dónde estaba todo este mundo indignado cuando la renta subía, cuando la hipoteca era fácil, cuando nuestra casa crecía sin cesar de valor, cuando la política nos regalaba los oídos con promesas de paraíso? Estaba a lo suyo, como todos sabemos, y la democracia les importaba a muy pocos. Porque, seamos sinceros, a la mayoría no le preocupa la democracia, sino su renta. No le preocupa la libertad, sino la seguridad. Y sospecho que siempre ha sido así. Por eso cuando ahora gritan ¡democracia! lo que en realidad dicen es ¡bienestar!
Ahora bien, este escepticismo ante la nueva ciudadanía se convierte en franca repulsión cuando se refiere a la clase política española y a su comportamiento ante la crisis. Porque no sucede sino que, ¡oh maravilla!, los políticos que han mecido con singular estupidez e ignorancia la génesis de la crisis a lo largo de muchos años, se visten también con los ropajes de la indignación y pretenden convertirse en acusadores públicos de 'los culpables'. Incluso en sus jueces, nada menos.
Para la política española los culpables son siempre los demás: la economía, la falta de valores, Europa, la teutona ésa, el neoliberalismo, el FMI, el gobierno anterior, el gobierno siguiente, los bancos y los banqueros, los ricos, los sindicatos, los inmigrantes, así al infinito. Sólo hay dos inocentes 'a priori' y sin discusión posible: los pobrecitos ciudadanos (¡no van a insultar a sus clientes!) y la política misma (que son ellos), la cual -dicen- crearía un mundo justo y perfecto si la maldita economía, egoísta y codiciosa, le dejase manos libres. Los políticos españoles se ponen así del lado de los ciudadanos, que es el lado seguro, y azuzan los perros de la ira contra los demás. Y, sobre todo, se reclaman a sí mismos: necesitamos más política, dicen. Cumplen con esa ley que dice: la principal función de un político, aquella en la que emplea más tiempo y esfuerzo, es la de convencer a la opinión de que los políticos son imprescindibles.
Pues bien, si hay algo que puede afirmarse con razonable seguridad desde el análisis desapasionado de los últimos años es que, por mucho que la retórica al uso pretenda ocultarlo, el desastre español actual se debe sobre todo a cierta forma degradada de entender y practicar la política. Tal degradación arrancó de una confusión interesada en la que siguen incurriendo todavía hoy nuestros políticos, la de no distinguir entre el campo propio de la contienda democrática (donde los partidos son actores esenciales) y el campo más amplio del sistema institucional que la soporta (que debe mantenerse protegido del partidismo). No todo el sistema político está abierto a la contienda, ni todas las instituciones responden ni deben responder a los criterios democráticos mayoritarios. Al haber olvidado esta simple verdad, los partidos políticos españoles ocuparon y colonizaron incluso las instituciones diseñadas para el control y la dirección experta del sistema, las instituciones que supuestamente deben aportar a la democracia electoral el conocimiento, los frenos y la reflexión que ella misma no genera por sí sola. Trátese del Tribunal Constitucional o del Banco de España, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores o del Tribunal de Cuentas, todas las altas burocracias del Estado han sido convertidas en lacayos cortesanos al servicio de una política de mero poder. Y si bien los partidos políticos son actores insubstituibles del sistema democrático, su metástasis sobre la totalidad del sistema público estatal lleva al caos del conjunto, porque le priva de lo que gráficamente han sido denominados 'los giroscopios del Estado' o su 'lastre permanente'. Ese desastre anunciado es el que hemos presenciado indiferentes en los últimos años: la colonización partidista de las instituciones de control y reflexión convirtió al sistema político completo en un gigante zombie que se movía inestable sin más criterio que el atroz sectarismo de los partidos. Por ejemplo, la utilización perversa de unas instituciones delicadas como las Cajas de Ahorro por parte de los partidos no fue corregida por los supervisores porque, sencillamente, éstos eran los 'amigos' políticos puestos allí para complacer a unos políticos ávidos de éxito. Y así, toda la burocracia pública ha visto pervertidos su 'ethos' propio de fidelidad estricta a las normas y los procedimientos por los políticos, esos mismos que ahora quieren juzgar y condenar a sus 'amigos'.
Escuchar a esos mismos políticos sus impostadas declamaciones en defensa de la política como sistema de regulación de superior valor a la economía es un insulto añadido a la inteligencia del ciudadano. Baste, al respecto, constatar que la única parte de la economía española que se ha salvado del desastre es precisamente aquella que los políticos no controlaban o no podían manipular. El mapa de los daños sufridos revela un perfil constante: a más proximidad a la política, más daño ha sufrido la gestión económica.
Por eso, la política española precisa, ante todo y sobre todo, de una poda severa de sus funciones, precisa de un recorte que la reconduzca al ámbito que nunca debió abandonar. Lo malo es que eso es tanto como pedir que se reconduzca a los partidos políticos a sus límites y, ¿cómo podría llevarse a cabo tal cosa cuando son esos partidos los que controlan la agenda y la decisión públicas? Los partidos son el problema, pero son también el cauce de cualquier solución. Diabólico. A no ser que algún poder lejano diseñe y aplique una 'intervención' de España que consista en quitar las riendas a los solipsistas políticos que padecemos y darles unos cursos forzosos de buena praxis política, la salida de la crisis no habrá enseñado nada a nuestros autistas. Porque sólo aprenden los sistemas que son castigados por sus errores, y éstos ya han buscado culpables: todos los demás.
Ahora bien, este escepticismo ante la nueva ciudadanía se convierte en franca repulsión cuando se refiere a la clase política española y a su comportamiento ante la crisis. Porque no sucede sino que, ¡oh maravilla!, los políticos que han mecido con singular estupidez e ignorancia la génesis de la crisis a lo largo de muchos años, se visten también con los ropajes de la indignación y pretenden convertirse en acusadores públicos de 'los culpables'. Incluso en sus jueces, nada menos.
Para la política española los culpables son siempre los demás: la economía, la falta de valores, Europa, la teutona ésa, el neoliberalismo, el FMI, el gobierno anterior, el gobierno siguiente, los bancos y los banqueros, los ricos, los sindicatos, los inmigrantes, así al infinito. Sólo hay dos inocentes 'a priori' y sin discusión posible: los pobrecitos ciudadanos (¡no van a insultar a sus clientes!) y la política misma (que son ellos), la cual -dicen- crearía un mundo justo y perfecto si la maldita economía, egoísta y codiciosa, le dejase manos libres. Los políticos españoles se ponen así del lado de los ciudadanos, que es el lado seguro, y azuzan los perros de la ira contra los demás. Y, sobre todo, se reclaman a sí mismos: necesitamos más política, dicen. Cumplen con esa ley que dice: la principal función de un político, aquella en la que emplea más tiempo y esfuerzo, es la de convencer a la opinión de que los políticos son imprescindibles.
Pues bien, si hay algo que puede afirmarse con razonable seguridad desde el análisis desapasionado de los últimos años es que, por mucho que la retórica al uso pretenda ocultarlo, el desastre español actual se debe sobre todo a cierta forma degradada de entender y practicar la política. Tal degradación arrancó de una confusión interesada en la que siguen incurriendo todavía hoy nuestros políticos, la de no distinguir entre el campo propio de la contienda democrática (donde los partidos son actores esenciales) y el campo más amplio del sistema institucional que la soporta (que debe mantenerse protegido del partidismo). No todo el sistema político está abierto a la contienda, ni todas las instituciones responden ni deben responder a los criterios democráticos mayoritarios. Al haber olvidado esta simple verdad, los partidos políticos españoles ocuparon y colonizaron incluso las instituciones diseñadas para el control y la dirección experta del sistema, las instituciones que supuestamente deben aportar a la democracia electoral el conocimiento, los frenos y la reflexión que ella misma no genera por sí sola. Trátese del Tribunal Constitucional o del Banco de España, de la Comisión Nacional del Mercado de Valores o del Tribunal de Cuentas, todas las altas burocracias del Estado han sido convertidas en lacayos cortesanos al servicio de una política de mero poder. Y si bien los partidos políticos son actores insubstituibles del sistema democrático, su metástasis sobre la totalidad del sistema público estatal lleva al caos del conjunto, porque le priva de lo que gráficamente han sido denominados 'los giroscopios del Estado' o su 'lastre permanente'. Ese desastre anunciado es el que hemos presenciado indiferentes en los últimos años: la colonización partidista de las instituciones de control y reflexión convirtió al sistema político completo en un gigante zombie que se movía inestable sin más criterio que el atroz sectarismo de los partidos. Por ejemplo, la utilización perversa de unas instituciones delicadas como las Cajas de Ahorro por parte de los partidos no fue corregida por los supervisores porque, sencillamente, éstos eran los 'amigos' políticos puestos allí para complacer a unos políticos ávidos de éxito. Y así, toda la burocracia pública ha visto pervertidos su 'ethos' propio de fidelidad estricta a las normas y los procedimientos por los políticos, esos mismos que ahora quieren juzgar y condenar a sus 'amigos'.
Escuchar a esos mismos políticos sus impostadas declamaciones en defensa de la política como sistema de regulación de superior valor a la economía es un insulto añadido a la inteligencia del ciudadano. Baste, al respecto, constatar que la única parte de la economía española que se ha salvado del desastre es precisamente aquella que los políticos no controlaban o no podían manipular. El mapa de los daños sufridos revela un perfil constante: a más proximidad a la política, más daño ha sufrido la gestión económica.
Por eso, la política española precisa, ante todo y sobre todo, de una poda severa de sus funciones, precisa de un recorte que la reconduzca al ámbito que nunca debió abandonar. Lo malo es que eso es tanto como pedir que se reconduzca a los partidos políticos a sus límites y, ¿cómo podría llevarse a cabo tal cosa cuando son esos partidos los que controlan la agenda y la decisión públicas? Los partidos son el problema, pero son también el cauce de cualquier solución. Diabólico. A no ser que algún poder lejano diseñe y aplique una 'intervención' de España que consista en quitar las riendas a los solipsistas políticos que padecemos y darles unos cursos forzosos de buena praxis política, la salida de la crisis no habrá enseñado nada a nuestros autistas. Porque sólo aprenden los sistemas que son castigados por sus errores, y éstos ya han buscado culpables: todos los demás.
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