5. La rebelión de las élites
Durante años, el proyecto europeo ha avanzado sobre la base de un consenso implícito entre ciudadanos y élites acerca de las bondades del proceso de integración. Ese consenso se ha roto por los dos lados. Por un lado, los ciudadanos han retirado el cheque en blanco que habían concedido a las instituciones europeas para que gobernaran, a la manera del despotismo ilustrado, "para el pueblo pero sin el pueblo". Con el tiempo, el proceso de integración ha tocado las fibras más sensibles de la identidad nacional, especialmente en lo referido al Estado de bienestar y las políticas sociales. El sesgo económico, liberal y desregulador de la construcción europea ha terminado por politizar e ideologizar un proceso que antes se consideraba que debía estar en manos de expertos y burócratas. Pero de forma más sorprendente e inesperada, a esta rebelión de las masas se ha añadido lo que podríamos denominar como "la rebelión de las élites".
Alemania es quizá el ejemplo más claro de este fenómeno. Según las últimas encuestas, un 63% de los alemanes ha dejado de confiar en Europa y un 53% no ve el futuro de Alemania vinculada a ella. Pero del lado de la élite, las cosas no son muy distintas: mientras que las exportaciones a China están a punto de superar las exportaciones a Francia, el sur de Europa es visto como una rémora que lastra su crecimiento. La memoria del compromiso europeo se desvanece con el cambio generacional: solo 38 de los 662 miembros del Parlamento ocupaban sus escaños en 1989. Sin duda alguna, estamos ante una nueva Alemania. Dado su peso e importancia, cualquier cambio en Alemania tiene un profundísimo impacto sobre construcción europea. Sin embargo, como la característica clave de la nueva Alemania es la desconfianza hacia la Unión Europea, en lugar de, como hizo en el pasado, exportar su confianza a los demás, lo que está haciendo es exportar su desconfianza. Una pieza esencial del motor europeo está pues gripada, sin que exista ninguna otra alternativa para sustituirlo. Francia puede sobrevivir económicamente a la falta de fe alemana, e incluso tapar con Reino Unido los agujeros que Alemania deje en materia de política exterior, pero es evidente que Europa no avanzará sin una Alemania plenamente comprometida con la integración europea.
En ausencia de liderazgo alemán y de alternativas a este, el proceso de integración se deshilacha. Los presidentes de la Comisión, José Manuel Barroso; del Consejo, Herman Van Rompuy, y la Alta Representante para la Política Exterior, Catherine Ashton, vagan perdidos entre la bruma europea, incapaces de articular un mínimo discurso que les ponga en contacto con los europeístas que todavía creen en este proyecto. Solo el Parlamento Europeo se erige ocasionalmente en conciencia moral, levanta diques contra los excesos populistas y xenófobos e intenta hacer avanzar el proceso de integración. Sin embargo, solo unos pocos eurodiputados tienen una voz propia y están dispuestos a volverse contra sus Gobiernos y partidos nacionales cuando es necesario. En Alemania, Francia e Italia, pero también en otros muchos sitios, nos encontramos ante la generación de líderes más miope y entregada al electoralismo: entre ellos, ninguno habla por Europa ni para Europa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario