Decapitaciones
Opinión antonio colinas
escritor
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Descendía,
estos días, de uno de esos lugares de nuestros orígenes en donde
—Miguel Torga siempre—todavía vemos temblar «en lo más local lo más
universal», en donde más allá de los fríos heladores los humanos
mantienen la fuerza de las costumbres, no abandonan la naturaleza sino
que aún la labran o, como en esta semana, la controlan y miman con la
práctica de la facendera o hacendera; también llamada yera en algunos de
nuestros valles. Durante un día, el pueblo se dedica en equipo a
cuidar, rehacer o reparar los bienes comunales: caminos, regueros,
montes, jardines. Es una práctica que viene de muy atrás, quizás de la
época de los «hombres buenos» y de los «concejos de hombres libres»,
cuando la solidaridad no era una palabra fácil en la boca de ideólogos y
de demagogos sino una práctica natural y fraterna de convivencia del
que trabajaba de sol a sol.
Regresaba, como digo, de esa cita a la
que acudo cada año, cuando, descendiendo de la sierra, y ya en las
vegas del Eria y del Jamuz, pude asistir de nuevo a ese espectáculo
natural que sólo los inviernos de nevadas copiosas nos proporcionan en
León: ver el circo o cerco de nuestras más altas montañas completamente
nevadas, ese elevado arco montañoso que parte a poniente de la cima
nevada de Peña Trevinca, se extiende por el Teleno y los Montes de León y
se propaga por la cordillera cantábrica hasta los altos de San Glorio.
También en estos montes nevados se purificaba y se refundaba el mundo y
se aseguraba el caudal del agua en ríos y lagunas. Pensé en los Montes
de León del Romancero, en aquellos en donde montes y nieve se fundían
con la nostalgia de una joven amante ausente.
Lo que no sabía es
que, al llegar a la ciudad, hoy tampoco –como afirmo en uno de mis
poemas– los ruiseñores eran noticia en los periódicos del mundo. Una vez
más, las noticias eran bárbaras y nos probaban que el ser ¿humano? ha
avanzado muy poco en determinados aspectos. (Lo comprendía también
cuando releía a Platón en estas mismas fechas y comparaba el fluir de su
pensar en los límites con ciertas jergas invasoras.) El tema doblemente
bárbaro ese día era el de las «decapitaciones».
Por un lado, 25
cristianos coptos habían sido decapitados en una playa de Libia; como
afirmaron sus autores muy cerca de Europa, «al sur de Roma». La otra
noticia afectaba a aquellos montes completamente nevados bajo el azul
más puro: la decapitación de varias docenas –se dice que hasta medio
centenar– de ciervos. Entre el manto espeso de la nieve, los animales
buscaban el humo y el calor, los alimentos de los pueblos. Siempre que
pienso en los ciervos recuerdo lo que me cuentan los cazadores
civilizados, cuando se encuentran con un ciervo en los límites del pinar
o del encinar, y el animal se queda quieto, quizás para distraer y
salvar a sus crías, mirando con sus ojos mansos, a la persona que posee
el arma, pero que la baja, respeta al animal, y se queda en su interior
con esa profunda quietud y mansedumbre de la mirada de los ciervos.
Ante
estas dos noticias, quiero subrayar sencillamente que el ser humano
vuelve a decapitar inocentes, sean éstos personas o animales. Subrayo la
inhumanidad y no entro en las segundas razones de estos hechos. ¿Por
qué, por ejemplo, tras la masacre de la playa de Libia no ha habido
manifestantes en las calles de París, ni tras el rapto masivo de las
mujeres cristianas en Nigeria, ni tras la huida, persecución o muerte de
tantos cristianos en tierras de Siria e Irak? Parece ser un hecho
constatado que hoy el cristianismo es la primera religión perseguida del
mundo, aunque en algunos países de Extremo Oriente –como en Corea (del
sur, claro)– esta religión esté superando ya al budismo. Tampoco entro
en si la nieve manchada de sangre de los montes de León, la de Los
Espejos de la Reina y Barniedo, es el resultado de una mente alocada, de
furtivos aislados al uso o de profesionales del mercado de las astas de
ciervo; esos que a veces también llegan de lejos para esquilmar
nuestros yacimientos arqueológicos y el patrimonio de nuestras ermitas.
Yo
traía en los ojos la pureza de los montes nevados bajo un cielo
radiante, el don de la nieve y de los ríos rebosantes. Y en mi memoria
dormían también, serenas, las playas del Mediterráneo, de esas orillas
en donde nació nuestra civilización. Las playas donde sintieron y
reflexionaron tantas mentes preclaras, desde el autor del Cantar de los
Cantares a Ibn Arabí, desde Esquilo a Albert Camus, las que de costa a
costa miran desde Sicilia a Libia y desde Argelia a las Baleares.
Pero
hoy lo que vienen de Libia, huyendo de las decapitaciones y de las
«guerras-primaveras» programadas, son las pateras cargadas de seres
desesperados. Las personas que vienen en ellas sufren otra
«decapitación»: la del desarraigo de su tierra de origen. No hay
«paraísos» en la tierra para el que se ve forzado a abandonar su tierra
materna y sus seres queridos. Pero tampoco aquí entraremos en las
profundas razones que explican estas mareas humanas consentidas por
países, alentada por mafias que mercan, silenciadas por los organismos
poderosos. Estas mareas que no cesan, pero que nunca acaban de llegar a
las puertas de Bruselas o a Estrasburgo.
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